Hoy me despertó un ruido de metal golpeando paredes. Eran las 3.50 de la mañana cuando Luna y yo nos asustamos de ese extraño sonido que rompía el silencio del edificio cada cierto tiempo mientras Rubén (mi esposo) permanecía inmutable en medio de su tercer sueño. Mi neurótica y creativa mente dibujó a un sicópata subiendo lentamente las escaleras con un pedazo de hierro que rozaba la baranda anunciando que íbamos a morir. Estaba planeando una ruta de escape por el balcón cuando escuché: ¡socorro! ¡que alguien me ayude! Era la vecina del departamento del fondo. Teresita, de más de 70 años, se había caído nuevamente en su sala y no podía levantarse. Ya había sucedido varias veces. Se arrastraba hasta la puerta con algún objeto en la mano y la golpeaba mientras gritaba para que algún vecino la ayudara.
Debo admitir que no me caía en gracia
Teresita. Hablo en pasado porque el episodio de hoy me hizo cambiar la manera en
que la veo. Siempre que podía apagaba la luz cuando la escuchaba en el pasillo
para que no supiera que estaba o huía por las escaleras cuando la veía. Si, maldad
pura y egoísta. Es que cuando Teresita ve a alguien, lo agarra fuerte de la
mano y lo arrastra con ella como un bastón donde sea que quisiera ir mientras
comenta alguna anécdota sobre su hijo, su gato o el malandro del dueño del
edificio al que odia ligeramente. Si, Teresita me caía mal porque la sentía
manipuladora, aprovechándose de su edad y sus dolores para obligarnos a ir a
comprarle leche o cargarle saldo en alguna tienda de la cuadra. En el fondo
sabía que estaba mal lo que sentía hacia ella, así que me puse a orar por la
situación. Si, como lo leen, orar. La verdad es que los seres humanos somos
tan rastreros que la bondad no puede salir de nosotros mismos. Necesitamos de
Dios, el único autor de todo lo bueno. Así que oré para que cambie este podrido
corazón que late en mi pecho, al menos para con Teresita. Pero no pasó nada. La
seguí des-queriendo todos los días, sólo que era más consciente de ese mal
hábito de esconderme.
Encerré a Luna en el baño y fuimos a la puerta de Teresita.
Nos pasó la llave por debajo y al abrir, estaba ahí, sentada en
el suelo agradeciendo por tener vecinos tan piadosos como nosotros. Piadosos.
Golpe bajo a mi maldad. Un aguijón llamado culpa me golpeó. Cuando la
levantamos con esfuerzo, se puso a llorar compulsivamente mientras decía “estoy hace horas gritando y nadie me hizo
caso, nadie me escuchó”. Era un llanto de dolor, de frustración, de alivio.
De humano que siente su propia limitación y la falta de interés de los demás.
De anciano que se siente frágil ante la vida que debilitó su cuerpo. Sus lágrimas volvieron
mi corazón a ella. Compasión. Culpa. Compasión.
Al ver a alguien en un estado como ese, uno no puede
permanecer inmutable. Verle el alma desnuda a una persona nos recuerda que somos
frágiles, que el paso del tiempo es cruel con todos y que una carrera llena de
éxito profesional no asegura una vida lejos de la soledad.
La ayudamos a ir al baño y luego a acostarse en su cama. La dejamos con una linterna en la mano, la luz encendida y la puerta sin llavear. Agradecida nos dejó ir. No
pude dormir. Mi mente empezó a armar el rompecabezas. Es manipuladora, cierto.
Pero lo hace para sobrevivir el día a día. Es una mujer considerada por la sociedad como “económicamente
inactiva” y por lo tanto de poco interés. Los demás vecinos no salieron de sus
departamentos. ¿Habrán escuchado sus gritos mientras se tapaban el oído con la
almohada? No puedo juzgarlos demasiado, yo apagaba mi luz cuando ella pasaba. Pero
señores, estos corazones de piedra que tenemos, necesitan ser reemplazados por unos de
carne. Al menos el mío es así de malo.
Es cierto, uno cosecha lo que siembra. Probablemente
Teresita vivió una vida que alejó a su hijo, terminando sola en un
departamento pequeño. Pero al devolverle mal por mal, ¿no estamos nosotros
haciendo lo mismo? ¿No pasamos de ser víctimas a victimarios?
El divague de la madrugada me arrastró a la oficina con
ojeras pero con una actitud cambiada. Al final, Dios contestó mi oración. Como en la película Todopoderoso: Dios no nos pone amor hacia los demás,
sino que nos da la oportunidad de ver y dar amor. El hizo eso conmigo hoy. Me
dio la oportunidad con Teresita. No puedo decir que ya la quiero pero a partir
de ahora la veo diferente y deseo que sea así siempre. Ella y todos nosotros nos merecemos esa oportunidad.
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